lunes, 20 de abril de 2009

Credo y memorándum

Tan solo para recordármelo y no morirme de depresión o de aburrimiento cuando veo ciertas cosas que se publican en libros y se les llama literatura, o se exhiben en museos y se les llama cuadros o esculturas o instalaciones, tan solo para recordármelo y no morirme me digo entonces como Viktor Shklovsky que el propósito esencial del arte es vencer los letales efectos de la costumbre presentando de un modo insólito las cosas a las que estamos habituados. Eso trato en efecto de hacer cuando escribo. Eso he visto que hace, por ejemplo, Abelardo Morell, cuyas maravillosas fotos estuvieron expuestas hasta ayer en el Museo de Bellas Artes de Buenos Aires. Un lápiz recostado que proyecta una sombra monstruosa de sí mismo, libros de lomos exageradamente anchos, libros exageradamente amontonados, multiplicados, observados desde un ángulo inusual, deformados por el paso del tiempo, por el agua, por alguna calamidad imprecisa, los cuadros del museo Gardner fotografiados en blanco y negro desde puntos de vista extravagantes, las ilustraciones de Alicia en el país de las maravillas recortadas del original y expuestas en escenarios de maqueta armados por el fotógrafo con un cuidado de orfebre. He ahí el arte, nacida del ojo talentoso de quien ha sabido demudar los objetos hasta hacerlos estallar en múltiples caras extraordinarias; el arte no se encuentra —como ha dicho si no me equivoco Jeff Koons— en el ojo del observador sino en el ojo capaz de transformarlo todo del artista. O al menos ese es mi modesto parecer.

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